El sentido común de Madelaf se impuso sobre la impetuosidad de Ellaria. Luciendo una sonrisa que casi le hacía sangrar las encías, la Madame entró en el salón y tranquilizó a los oficiales alemanes:
—¿Esos golpes que han oído? Ah, disculpen, queridos. Tengo a René haciendo reparaciones en el aseo y es un poco bruto con el martillo, ya saben.
De todas formas, los nazis no necesitaban mucha distracción, ya que todas sus radios y máquinas ENIGMA se habían caído. Al parecer, en Berlín un tal general Zuckerberg la había liado muy parda, confundiendo todas las señales de radio y las claves de ENIGMA. Tardarían horas, tal vez un día entero, en desenmarañar aquel follón.
Nuestras valientes aprovecharon el desconcierto alemán para escabullirse del Moulin Vert y emprender su viaje hacia el Sur, tomando la carretera de Auchan, tal como había indicado Loboblanco.
Durante la larga caminata, lo único reseñable fue que pasaron por un pueblo con una gran estatua de bronce de una especie de perro con rasgos humanoides y vestimentas como de finales del S.XVII. El letrero de la estatua indicaba que se trataba del pueblo natal del líder de la primera “patrulla canina” de la historia: el famoso D’Artacán, que posteriormente sería inmortalizado en una serie de dibujos animados hacia 1980.
Durante el día, la desconfianza y las miradas de reojo fueron moneda corriente entre el grupo, salvo Loboblanco, que estaba como mustio, abatido y casi no hablaba con nadie. A sugerencia de Liadriel, que había calculado exactamente las jornadas para llegar al castillo al final del segundo día, se detuvieron sobre las 17:30 horas para descansar en un molino abandonado en una zona pantanosa junto a la carretera. El viento soplaba fuerte y movía las aspas con un efecto bastante tétrico.
Tras deshacer los petates y tomar una cena tardía (sobre las 6 de la tarde), nuestras valientes se dispusieron a descansar.
Al cabo de un par de horas, Madelaf, que tenía el muelle flojo, se levantó para ir al baño. El médico le había recomendado hacer ejercicios de suelo pélvico; en 1915 se habría reído y se habría hecho 100 aperturas de piernas seguidas en la misma consulta, pero en 1943… ya no tenía el cuerpo pa’ ruidos, como ella misma decía. Así pues, enfiló, soñolienta, el pasillo, y le pareció ver a alguien al fondo.
—¿Liadriel? ¿Eres tú?
La figura se acercó y, para horror de Madelaf, resultó ser la mismísima Eva Krämer, armada con látigo y pistola:
La agente de la Gestapo se acercó a la aterrorizada Madame y le susurró:
—Liadriel está muerta hace dos semanas. Estrangulé a esa cerda judía con mis propias manos, para fijarme bien en los rasgos de su cara y hacerme una máscara de cera para imitarlos.
En su maldad, Krämer había metido la pata hasta el fondo; pues Liadriel era una importante científica en el campo de la radiactividad, y sus conocimientos habrían resultado de mucha utilidad para el programa nuclear alemán… si no la hubiese matado a la primera de cambio.
—Ahora te toca el turno a ti, especie de vejestorio (no sé por qué en francés, que te llamen “una especie de lo que sea” es más insultante que que te llamen “lo que sea,” pero al parecer es así).
—Pues me parece que se pasa el turno —dijo el Político, poniendo un frío trozo de metal en la nuca de la agente de la Gestapo. Una vez desarmada la alemana, Madelaf y el Político dieron la voz de alarma y todo el grupo se despertó, viendo acorralada a Krämer. Boubaris le preguntó:
—A ver, reina del crimen: antes de que acabemos contigo, dinos cómo se llama este látigo.
—Eh… no… yo… mira, me da vergüenza decirlo, la verdad. Ya que voy a morir, al menos quiero conservar mi dignidad.
Boubaris le cruzó la cara.
—Mira, hija de perra, tienes dos opciones. Una muerte rápida y dolorosa, o una muerte lenta y muy, pero que muy dolorosa. Tú eliges si nos das un poquito de diversión… o no.
—Está bien —dijo la agente nazi, perdido todo su aplomo. —Se llama… Walkürerache —dijo, esperando que nadie en el grupo supiese alemán. Mas, su esperanza se vio frustrada:
—“Furia de la Valquiria” —tradujo Madelaf, que había aprendido bastante alemán escuchando a los oficiales nazis en su cabaret. La hilaridad fue general ante la flipada de nombre. Ellaria no se reía: tomó el látigo y estranguló con él a su propietaria, vengando así la muerte de su hermana.
El grupo volvió a acostarse, algo más tranquilo ya por haber desenmascarado a “
Liadriel” la Asesina. Sin embargo, el constante crujir de las aspas del molino y las fuertes emociones del día hicieron que a Boubaris y a otra persona (la llamaremos “Insomne”) no pudieran conciliar el sueño. El soldado profesional se asomó a una habitación desde la que se veía girar la enorme piedra del molino.
Entonces se le acercó la Insomne y le dijo:
—Boubaris, no puedo dormir. Anda, cuéntame otra vez la batalla de L’Herisson.
El senegalés no se podía resistir a contar su historia favorita. Estaba encantado ante la petición:
—Bien, bien, bien —dijo, tomando pequeños vidrios rotos y paquetes de harina para marcar en el suelo las posiciones francesas y alemanas en la batalla —Aquí se apostó la 1ª Compañía, aquí la 2ª… en el campanario colocamos una ametralladora Hotchkiss. Entonces apareció un batallón alemán por aquí…
La Insomne rodeaba al soldado sin que éste, absorto en su batallita, se diera cuenta.
—Dos tanques alemanes entraron por esta calle… Brrroum, brrroum… entonces Babakar se les acercó por detrás y…
En ese momento, la Insomne empujó al pobre
Boubaris al fondo del pozo. La poderosa rueda del molino convirtió su cuerpo en un amasijo sanguinolento en cuestión de segundos. Así cayó el
Voyeur, y al oír su alarido, el grupo se dio cuenta de que su pesadilla no había terminado… pues había surgido una colaboracionista traidora entre sus filas.